Monday, October 6, 2025

Autoritarismo, terror de Estado, represión y muerte

A partir del golpe de Estado del 28/7/2024, en Venezuela se instauró una política represiva de Estado orientada a desconocer los resultados electorales y aplastar toda manifestación en defensa de la voluntad y la soberanía popular. El régimen recurrió a detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y torturas contra cientos de ciudadanos, en su mayoría activistas políticos, dirigentes sociales, sindicales y periodistas, además del asesinato de indefensos manifestantes. 

Esta violación sistemática de los derechos humanos se perpetró mediante el uso de las fuerzas policiales y militares del Estado, así como a través de grupos armados irregulares al servicio del régimen (colectivos). De esta manera, la represión adquirió un carácter cada vez más institucionalizado, consolidándose como un mecanismo para aniquilar los movimientos políticos y sociales que exigían el respeto a los resultados del 28 de julio.

Este preocupante panorama sobre los derechos humanos en Venezuela quedó reflejado en el informe más reciente de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela (FFM) de las Naciones Unidas, correspondiente a 2025. El documento advierte sobre severos retrocesos en diversas libertades fundamentales, al tiempo que persiste una impunidad casi absoluta frente a las graves violaciones denunciadas tanto por organismos nacionales como internacionales.

Tras las fraudulentas elecciones del 28/7/2024, el informe documenta una escalada represiva dirigida contra quienes exigieron respeto a la voluntad popular. Manifestaciones pacíficas fueron reprimidas con violencia desproporcionada, por las fuerzas de seguridad y grupos armados irregulares. Paralelamente, se desató una ola de detenciones arbitrarias y masivas que se extendió por todo el país. Los secuestrados han sido sometidas a procesos irregulares y acusadas bajo cargos genéricos y estigmatizantes, como “terrorismo”, “incitación al odio” o “resistencia a la autoridad”, etiquetas que buscan criminalizar la protesta ciudadana y legitimar la persecución política. Estas prácticas, señala el informe, consolidan un patrón de represión sistemática que tiene como finalidad silenciar el disenso y sembrar el miedo en la sociedad venezolana.

El informe también documenta múltiples casos de tortura, aislamiento prolongado, tratos crueles, inhumanos y degradantes, tanto físicos como psicológicos. A ello se suman la negación sistemática de atención médica adecuada, el hacinamiento extremo en los centros de reclusión y la carencia de servicios básicos como agua potable, alimentación suficiente y condiciones mínimas de salubridad. Estas prácticas no solo violan de manera flagrante los derechos fundamentales, sino que constituyen una política de castigo destinada a quebrar la resistencia de los detenidos y generar un efecto disuasorio en la población.

Asimismo, el informe denuncia una campaña sostenida de hostigamiento e intimidación contra organizaciones de la sociedad civil que defienden los derechos humanos. ONG como PROVEA y Foro Penal, entre otras, han sido objeto de amenazas, allanamientos, restricciones administrativas y persecución judicial, lo que busca neutralizar su labor de documentación y acompañamiento a las víctimas. Esta estrategia represiva, advierte el documento, pretende reducir al mínimo los espacios de denuncia y vigilancia ciudadana, consolidando un clima de miedo y silencio forzado en el país.

Cabe destacar que el régimen chaveco-madurista, al mejor estilo del nazismo alemán y de las dictaduras del Cono Sur en el siglo XX, ha institucionalizado el peligroso concepto jurídico del Sippenhaft o Sippenhaftung. Este principio, aplicado en la Alemania nazi, establecía que la responsabilidad penal de un acusado de crímenes contra el Estado se extendía automáticamente a sus familiares directos, quienes eran considerados igualmente culpables, arrestados y, en algunos casos, incluso condenados a muerte por los supuestos delitos cometidos por su pariente. Los “humanistas bolivarianos del siglo XXI” han rescatado la siniestra tesis defendida por Heinrich Himmler acerca de la “corrupción de la sangre”, según la cual no bastaba con castigar al individuo considerado culpable, sino que era necesario también perseguir, neutralizar o exterminar a sus familiares. De esta forma, Maduro y sus milicos buscan sembrar el terror colectivo, utilizando los lazos de consanguinidad como herramientas de represión política, con el claro propósito de disuadir cualquier forma de disidencia o resistencia social.

Lo que ocurre hoy en Venezuela no son excesos aislados, ni simples extralimitaciones de funcionarios, ni errores coyunturales. Se trata de un patrón de represión cuidadosamente diseñado desde Miraflores con el propósito de perpetuarse en el poder a costa de las libertades ciudadanas. La criminalización de la disidencia, la institucionalización del terror, la violencia letal y la impunidad sistemática no son anomalías: constituyen, en sí mismas, manifestaciones del terrorismo de Estado que se impulsa desde Miraflores.

El gran desafío que enfrenta hoy la sociedad venezolana -y con ella la comunidad internacional- no se limita a condenar las violaciones de derechos humanos, sino a impedir que tales aberraciones se naturalicen bajo el peso del silencio, la indiferencia o la complicidad de muchos. La impunidad prolongada no solo normaliza la barbarie, sino que erosiona los cimientos de la convivencia democrática y abre la puerta a nuevas formas de dominación autoritaria.

Lo que está en juego en Venezuela trasciende las fronteras nacionales: no se trata únicamente del destino de una democracia agonizante, sino de la defensa misma de la dignidad humana frente a un autoritarismo chaveco-madurista que ha hecho del terror de Estado un instrumento cotidiano de gobierno.


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