Saturday, September 6, 2025

El falaz discurso obrerista de Maduro

Durante más de veintiséis años, el proyecto bolivariano se ha presentado ante la opinión pública como una causa en defensa de la clase obrera, una narrativa cuidadosamente construida para legitimar su permanencia en el poder mediante la apropiación simbólica de las luchas históricas del proletariado. Amparado en ese discurso, el gobierno ha intentado mostrarse como garante de los derechos laborales y promotor de la justicia social. Pero la realidad ha sido muy distinta: lo que se ha consolidado es un modelo de dominación que mezcla una retórica socialista vacía con una explotación capitalista brutal, todo ello sostenido por prácticas autoritarias de claro tinte fascista. Nunca en la historia contemporánea de Venezuela la clase obrera había sido tan golpeada con tanta dureza y crueldad como bajo este régimen autoritario. 

Lo que ha emergido de este proyecto de dominación bolivariano ha sido un esquema profundamente perverso: un capitalismo de Estado salvaje que ha desmantelado derechos laborales, militarizado las empresas, precarizado el trabajo bajo un régimen de terror que aplasta brutalmente cualquier forma de lucha social. El trabajador, exaltado en la retórica oficial como el “sujeto histórico de la revolución”, ha sido en la práctica reducido a una figura subordinada, sometida a una expoliación inhumana y controlada por una maquinaria autoritaria que no tolera voces críticas ni sindicatos autónomos.

Esta estrategia se consolidó mediante la intervención directa del Estado en la vida sindical: cooptando sindicatos, persiguiendo a dirigentes independientes y promoviendo la creación de estructuras paralelas (federaciones y sindicatos) diseñadas para neutralizar cualquier forma de representación sindical autónoma. Un ejemplo emblemático de esta maniobra fue la creación de la Central Bolivariana Socialista de Trabajadores, que, lejos de defender salarios dignos, mejoras reivindicativas, garantizar la seguridad social o impulsar la democratización sindical, funciona como un aparato de propaganda y control que oprime al trabajador y lo reduce a la condición de rehén, bajo un Estado que actúa simultáneamente como patrón, policía y censor.

La llamada “revolución bolivariana”, entre otras cosas, pulverizó los salarios, flexibilizó y militarizó las relaciones de trabajo creando un mercado laboral desprotegido, donde el obrero es tratado como un desecho reemplazable. El salario dejó de ser la justa retribución al esfuerzo para convertirse en una limosna, en un símbolo del desprecio del régimen hacia los trabajadores. Una muestra clara de esta realidad es que el salario mínimo ni siquiera equivale a un dólar mensual, según la tasa oficial del BCV. Una cifra vergonzosa que condena a millones de venezolanos a la miseria y deja al descubierto la gran farsa de esta llamada revolución. 

Lo que se ha impuesto en Venezuela no es socialismo alguno, es un autoritarismo corporativo brutal: un sistema donde el Estado absorbe toda representación laboral, destruye la autonomía sindical sometiendo a los trabajadores a un control social total. Aunque se reviste de retórica revolucionaria, este modelo tiene claros paralelismos con regímenes del siglo XX como el fascismo italiano o el nazismo alemán, donde los sindicatos independientes fueron suprimidos y reemplazados por organizaciones subordinadas al poder político. En todos, la fórmula ha sido la misma: Estado autoritario + capitalismo explotador + sindicatos domesticados. El chaveco-madurismo proclama revolución mientras siembra miseria y esclaviza al obrero. 

Nunca antes el trabajador venezolano había sido tan reprimido y explotado como bajo el régimen del autoproclamado “presidente obrero”. Maduro y su grupete han empujado al trabajador venezolano al abismo del hambre, la miseria y lo mantienen sometido al peso asfixiante de un Estado que actúa con mano de hierro como patrón explotador, carcelero represivo y verdugo implacable.

Detrás del falso discurso obrerista del régimen, lo único que queda es el grito ahogado de una clase trabajadora traicionada, sometida y reprimida por la misma maquinaria autoritaria que prometió liberarla.


Sunday, August 24, 2025

Sin respeto a la voluntad popular, la soberanía y la autodeterminación son una farsa.



Frente a la opereta militar caribeña de la dupla Trump-Rubio, envío de buques de guerra y tropas en el sur del Caribe, el régimen ha respondido con altisonantes y engañosos discursos antiimperialistas y comparaciones con resistencias épicas como la de Vietnam. A esto se han sumado movilizaciones militares, jornadas masivas de alistamiento y llamados a la defensa de la soberanía nacional bajo la bandera de la autodeterminación de los pueblos. 

A pesar de que el despliegue militar imperial en el sur del Caribe no reúne las características típicas de una fuerza de tarea orientada a una invasión (ni por el tipo de buques movilizados ni por el número de efectivos involucrados), su presencia ha sido hábilmente utilizada por el régimen como una amenaza inminente a la soberanía. Esta narrativa le ha servido de pretexto para profundizar la militarización del país, implementar nuevas medidas represivas y reforzar su ya desgastado discurso victimista. Además, el régimen ha intentado, con escaso éxito, despertar un sentimiento de unidad nacional frente a la supuesta agresión del “imperio”, la violación de nuestra soberanía y la amenaza al derecho a la autodeterminación.

Más allá de la posverdad bolivariana, conviene subrayar que la autodeterminación, la soberanía territorial y el respeto a la voluntad popular forman un todo indivisible, un entramado conceptual imposible de fragmentar sin traicionar su esencia. El principio de autodeterminación, concebido originalmente en el siglo XVIII como un ideal ilustrado de soberanía popular, fue redefinido en el siglo XX desde una perspectiva geopolítica y, con el tiempo, se institucionalizó como norma jurídica internacional, especialmente en el contexto del proceso de descolonización impulsado por las Naciones Unidas. Lamentablemente, la autodeterminación en muchos casos se ha descontextualizado, dejando de ser derecho legítimo de los pueblos para convertirse en una coartada política para perpetuar proyectos autocráticos que, lejos de liberar a las naciones, han terminado por someterlas a nuevas y más pesadas cadenas de opresión. 

Urge rechazar toda forma de injerencia extranjera, pero también desenmascarar el discurso patriotero y ladino de un régimen que el 28 de julio pisoteó abiertamente la voluntad popular. La soberanía territorial y la autodeterminación solo tienen sentido si se sostienen en el respeto a la soberanía popular. Negar esa voluntad no solo deslegitima el poder que se ejerce, sino que vacía de contenido los valores que históricamente han inspirado las luchas por la soberanía territorial y la autodeterminación de los pueblos.

El régimen utiliza cínicamente los principios de soberanía y autodeterminación para blindar la continuidad de su farsa autoritaria. Apelar a estos conceptos mientras se pisotea la voluntad popular no es más que una coartada burda para legitimar un poder usurpado, sostenido en la represión, el fraude y la negación de los derechos fundamentales. No hay soberanía posible allí donde el pueblo ha sido silenciado.

La verdadera independencia y soberanía territorial no llegará a bordo de las cañoneras del Tío Sam, como fantasean algunos con nostalgia colonial, ni brotará de los delirios mesiánicos que se venden como salvación. Solo será posible cuando el pueblo venezolano ejerza con firmeza su derecho irrenunciable a elegir, gobernarse y liberarse del tutelaje, tanto externo como interno, que hoy pretende secuestrar nuestro destino.

Sin respeto a la voluntad popular, no hay soberanía ni autodeterminación posibles: solo tiranía disfrazada de república, poder usurpado con lenguaje patriotero y simulacro institucional al servicio del proyecto autoritario.


Nota Final: Mientras la dupla Trump-Rubio continúa con su comedia grotesca en el Caribe, Maduro persiste en su farsa patriotera, María Corina felicita efusivamente a Mr. Trump, y afirma con fervor mesiánico la inminente caída de Maduro. En este interminable sainete falaz, los venezolanos seguimos atrapados en un laberinto sin salida, sin brújula y sin horizonte alguno que nos permita superar la crisis.


Sunday, August 10, 2025

Maniqueísmo mesiánico: crónica de una derrota anunciada


La figura de María Corina Machado, que en su momento encarnó la esperanza de la oposición venezolana, hoy se presenta disminuida por su radicalismo estéril, confrontaciones improductivas y una obstinada visión mesiánica alejada de la realidad nacional. Su hiperliderazgo excluyente, sumado a una sumisión absoluta a la política dictada desde la Casa Blanca, la ha conducido a graves errores estratégicos y a un rumbo político sin dirección.

La ausencia de un plan de contingencia el 28/7 ante el desconocimiento de los resultados electorales, su renuncia a la ruta electoral, sus exhortaciones delirantes a un quiebre del estamento militar, así como su respaldo a una imaginaria intervención militar extranjera, figuran entre los tantos errores políticos de MC. A ello se suma el anuncio público -errático, imprudente y contraproducente- de transformar su plataforma electoral, los comanditos, en una estructura de carácter subversivo. Decisiones de esa envergadura no se proclaman: se ejecutan con absoluta reserva. Como decía el fallecido Luis Miquelena: ¿Con qué se come eso?

MC no solo ha interpretado erróneamente la coyuntura política, sino que su visión anclada en la posverdad la está llevando a dilapidar su capital político, arrastrando a la oposición hacia un callejón sin salida. Hoy es una figura testimonial, cada vez más desconectada de la realidad y con signos evidentes de desgaste. La participación victoriosa opositora en 50 de las 335 alcaldías en las elecciones del 28/7, pese a la campaña abstencionista y descalificadora de MC y al ventajismo oficialista, evidencia el surgimiento de liderazgos que se apartan del simplismo y de la antipolítica que ella ha promovido. Este giro en el mapa político también ha tenido repercusiones entre los principales actores opositores, como lo demuestra el documento publicado por la Plataforma Unitaria, en el cual finalmente se desmarca de su política subversiva y suicida.

El país está exhausto de mentiras, análisis simplistas y quimeras. Ya no se deja seducir por discursos altisonantes ni por la política del espectáculo, que solo llevan a la parálisis y al fracaso. Venezuela exige resultados y liderazgos capaces de construir, no solo de resistir. La gente está hastiada de aventuras condenadas al desastre y demanda menos dogmas y fanatismos, y más política real; busca referentes que escapen del maniqueísmo de “buenos” y “malos”, de esperanzas ficticias y de escenarios donde verdad y mentira se confunden.

El discurso repetitivo y fantasioso de MC ya no cala en quienes padecen hambre, inseguridad, exclusión social, hiperinflación, represión y control social, ni en aquellos que han sido engañados una y otra vez. Su liderazgo se reduce a la fe ciega de un sector fanatizado de la oposición y a un enjambre de propagandistas que, desde la comodidad del exterior, lucran con la desesperanza ajena. A través de monetizados canales de YouTube, venden humo, fabrican relatos y sostienen, sin escrúpulo alguno, una épica que se derrumba ante la realidad. Mientras tanto, el chaveco-madurismo no solo consolida su dominio territorial -como se evidenció el 25/5 y el 27/7-, sino que ha arrebatado a la oposición toda iniciativa política, incluso en medio de sus propias fisuras internas, cada vez más irreconciliables.

La oposición debe romper con la estrategia del “todo o nada” y el abstencionismo perpetuo impuesto por MC. No se trata de legitimar al régimen, sino de disputarle, palmo a palmo, el terreno político, simbólico y social allí donde aún sea posible. La reconstrucción democrática exige recomponer la disidencia, abandonar el proyecto mesiánico y personalista de MC y construir un verdadero proyecto de nación: amplio, inclusivo, democrático y con una estrategia propia, independiente de la agenda de la Casa Blanca.

No permitamos que la apatía y la frustración nos paralicen, que la abstención se vuelva norma y que el autoritarismo bolivariano siga robándonos el presente y condenando nuestro futuro. Cada elección, cada sindicato, cada gremio, cada espacio de debate es una trinchera que debemos defender. Es hora de organizarnos, movilizarnos y recuperar uno a uno los espacios arrebatados. La Venezuela democrática no se rinde ni se resigna: se levanta, resiste y lucha hasta vencer.

Tuesday, July 22, 2025

El costoso error estratégico de no votar


El abandono de la ruta electoral, promovido por sectores opositores liderados por María Corina Machado, constituye un craso error estratégico. Presentado como un acto de resistencia o de pureza moral, termina siendo, en la práctica, un arma funcional al servicio del régimen chavista-madurista en sus pretensiones hegemónicas. Aprovechándose del desencanto y la desesperanza, alimentados por la rabia contenida tras el fraude del 28 de julio y la represión sostenida, estos sectores insisten en llamar a la abstención de cara al evento comicial del próximo 27/7. Repiten, una vez más, su vieja letanía disfrazada de lucidez crítica: “¿Para qué votar, si las elecciones están manipuladas, los árbitros no son imparciales y la participación está plagada de obstáculos?”

Pero esas preguntas, aunque cargadas de verdades, esconden una gran mentira: que la vía electoral está agotada. Que ya no tiene sentido participar ni disputar espacios de representación popular. En contextos autoritarios, cada elección, por imperfecta y controlada que sea, sigue siendo una oportunidad para organizarse, movilizarse y demostrar fuerza. El voto, aún rodeado de trampas, sigue siendo una herramienta de lucha, representa la grieta por donde se cuela la esperanza, la articulación de mayorías y la ruptura simbólica del miedo.

Votar en dictadura no es un acto de ingenuidad: es un acto de resistencia. Cada ciudadano que acude a las urnas le arrebata al régimen parte de su narrativa de invulnerabilidad. Por el contrario, cuando la oposición se abstiene y deja las urnas vacías, el autoritarismo se fortalece ante la ausencia de adversario visible. No se trata de depositar confianza en un CNE desprestigiado y mentiroso, sino de utilizar las escasas rendijas institucionales disponibles para confrontar, desafiar y debilitar al siniestro proyecto bolivariano. Además, nuestra propia historia electoral demuestra que el chaveco-madurismo se debilita cuando enfrenta una participación masiva, organizada y decidida. El ejemplo más contundente fue el pasado 28 de julio, cuando el voto popular logró desbordar las maniobras del régimen y evidenciar su vulnerabilidad y su condición real de minoría.

El cacareado y desgastado argumento de que “votar en dictadura equivale a convalidar el sistema o legitimar el fraude del 28 de julio” es profundamente falaz. No resiste el menor análisis estratégico ni histórico. En realidad, funciona como una coartada para encubrir la ausencia de una estrategia coherente y viable capaz de enfrentar y derrotar al proyecto hegemónico bolivariano. Esa narrativa abstencionista no nace de una lucidez política, sino del extravío de una dirigencia sin rumbo, que ha terminado haciendo suya las famosas frases coloquiales de Eudomar Santos “Como vaya viniendo, vamos viendo”.

Esa falta de rumbo estratégico no solo se ha evidenciado en el discurso, sino también en la inacción ante coyunturas decisivas. Basta recordar cómo la dirigencia opositora fue incapaz de capitalizar el descontento popular tras el fraude del 28 de julio. Prueba de ello fue su silencio, o abierta confusión, frente a las manifestaciones populares espontáneas del 29 y 30 de julio, cuando la indignación ciudadana se expresó con contundencia a nivel nacional: derribo de estatuas del teniente coronel, asedio a centros de desinformación disfrazadas de radios “comunitarias”, y rechazo contra los jefes de calle y miembros de los Consejos Comunales identificados como delatores de oficio. En lugar de leer ese estallido de rebeldía social como una oportunidad para forzar al régimen a reconocer su derrota electoral, la dirigencia cayó en un laberinto de incongruencias del que aún no ha salido: desde ordenar el retorno de los manifestantes a sus casas, hasta reducir la indignación colectiva a plegarias familiares elevadas en la intimidad del hogar.

La dirigencia no estuvo, ni ha estado a la altura del momento. Se quedó sin estrategia, refugiándose en el recordatorio de fechas simbólicas y la proposición de soluciones fantasiosas: desde golpes de Estado imaginarios hasta intervenciones militares inviables, pasando por la solicitud de mayores sanciones económicas. Esa mezcla de ficción, propaganda y evasión, lejos de debilitar a Maduro y su entorno, ha contribuido a profundizar el clima de apatía, escepticismo y resignación, así como a un exilio forzado de millones de venezolanos. 

Pocas dictaduras han caído por la simple abstención de sus opositores. Por el contrario, las transiciones suelen comenzar cuando las fuerzas democráticas logran combinar presión interna con participación masiva, forzando al régimen a ceder terreno. Experiencias como las de Nicaragua, Polonia, Chile y Sudáfrica han demostrado que la participación electoral, incluso en contextos manipulados, fue clave para deslegitimar el autoritarismo y abrir paso a su desmantelamiento. ¿Qué habría ocurrido si la oposición venezolana hubiese llamado a la abstención el 28 de julio de 2024? Simplemente nada. Absolutamente nada, por masiva que hubiese sido. Maduro habría resultado vencedor, fortalecido por una victoria electoral sin adversarios visibles y sin cuestionamientos efectivos sobre su ilegitimidad de origen. Venezuela no es la excepción: el camino hacia un cambio real exige usar todos los recursos disponibles, incluido el voto. Caer en el espejismo de que la abstención, por sí sola, erosiona al poder, no solo es un error estratégico: es una concesión peligrosa.

Los regímenes autoritarios no caen por actos mágicos, llamados mesiánicos ni milagros divinos, sino por la acumulación gradual de fuerzas, resistencia organizada y lucha sostenida. El retorno a la democracia no se improvisa: se construye con unidad, amplitud ideológica y una estrategia viable.

Votar no lo resuelve todo, pero abstenerse lo empeora todo. Este 27 de julio, salgamos todos a votar. No permitamos que el autoritarismo se siga avanzando. El silencio en las urnas se traduce en continuidad y mayor control social.



Saturday, July 12, 2025

Entre la abstención suicida y el caudillismo inútil: oposición sin estrategia



Los sectores abstencionistas, liderados por María Corina Machado, promovieron la abstención en las elecciones del pasado 25 de mayo y repiten la misma estrategia para el proceso previsto el próximo 27 de julio, cuando se elegirán alcaldes. Según su narrativa, votar equivaldría a olvidar el megafraude del 28 de julio y legitimar a la dictadura. Sin embargo, la realidad desmiente esa lógica: la abstención, lejos de deslegitimar o debilitar al chavismo-madurismo, ha permitido al régimen consolidar su dominio territorial, profundizar su aparato de dominación social y reforzar su narrativa de invulnerabilidad política. La realidad no puede ser mas desgarradora: el oficialismo controla 23 gobernaciones, la mayoría de los Consejos Legislativos y la Asamblea Nacional, y probablemente se alzará con la mayoría de las alcaldías el próximo 27 de julio. La abstención no ha sido en el pasado, ni lo es en el presente una herramienta de lucha, sino un facilitador del proyecto hegemónico en sus pretensiones continuistas. 

En los regímenes autoritarios, toda rendija, por pequeña que sea, representa una oportunidad para construir fuerza política y desafiar al poder. La historia esta preñada de ejemplos. Participar no es un acto de ingenuidad ni una forma de legitimar al autoritarismo; es una estrategia de confrontación inteligente: conquistar espacios, denunciar los abusos desde dentro, movilizar a la ciudadanía y mantener viva la esperanza del cambio. Renunciar a la lucha electoral “hasta nuevo aviso” es un salto al vacío. La política no se gana solo con épica, superioridad moral o denuncias altisonantes, sino con presencia real, narrativa eficaz y acción constante.

El argumento ético de MCM y los abstencionistas -“no avalar lo ilegítimo”- puede sonar atractivo en lo abstracto. Pero en la política real, las estrategias desconectadas de la realidad concreta suelen volverse inútiles, ineficaces y contraproducentes Un régimen autoritario como el venezolano no necesita legitimidad moral; le basta el apoyo de la bota militar, el control institucional y del aparato represivo, así como el manejo de los recursos públicos.

Hoy, muchos entregan ciegamente su voluntad política a un nuevo mesías. Repiten una y otra vez “hasta el final” sin entender lo que dicen o exigir una estrategia clara de cómo salir de esta pesadilla autoritaria. Sin advertirlo, reproducen la misma lógica del pensamiento mágico: creer que un solo individuo, por su carisma o fuerza moral, puede redimir al país sin alianzas, sin debate, sin autocrítica. 

La disidencia ha quedado atrapada en un laberinto de incertidumbre, y el régimen lo está explotando con perverso cálculo. Hemos perdido la iniciativa política, renunciando al terreno de la acción mientras el proyecto autoritario consolida su dominio. ¿Y ahora qué? ¿Cuál es la estrategia después del fraude del 28 de julio? ¿Una abstención indefinida que solo fortalece a Maduro y su grupete? ¿Un golpe militar invocado desde los teclados de X? ¿Una fantasíosa intervención extranjera que jamás llegará? ¿Una rebelión popular espontánea en medio de un gran reflujo de masas? ¿O simplemente seguir esperando una señal divina que anuncie "llegó la hora"? Mientras tanto, el autoritarismo consolida su dominio, no por invulnerabilidad, sino por la carencia de una estrategia apropiada. Estamos siendo arrastrados por una lógica mesiánica y una fe ciega que anula la crítica, desactiva la estrategia y conduce, sin frenos, al despeñadero.

La lucha por la democracia no puede reducirse a una estrategia abstencionista suicida ni a una sumisión incondicional ante un liderazgo mesiánico. No podemos seguir atrapados entre la parálisis de la inacción esperando que un milagro divino nos salve, ni caer en la trampa de la sumisión ciega, sin el más mínimo sentido crítico. Si no rompemos esta perversa dicotomía entre inanición y sumisión, no solo repetiremos el ciclo de frustraciones, falsas esperanzas y derrotas, sino que, de manera inconsciente, estaremos alimentando y perpetuando el proyecto hegemónico bolivariano.

Saturday, May 31, 2025

25 de Mayo: Silencio electoral, victoria del autoritarismo

El 25 de mayo marcó un nuevo capítulo en la historia política de Venezuela, no por lo que ocurrió en las urnas, sino por lo que estuvo completamente ausente: la participación masiva del pueblo. Aquella jornada quedó grabada como una escena desoladora y casi fantasmagórica: centros de votación vacíos, funcionarios aburridos por la soledad, y soldados custodiando urnas vacías. La oposición, liderada por María Corina Machado, apostó a la abstención como respuesta al mega fraude del 28/7, pero esa estrategia, lejos de desafiar al régimen, acabó allanando el terreno para que el poder hegemónico se consolidara aún más, sin ninguna oposición real en el horizonte.

Según expertos, las elecciones de 2025 son una de las de menor participación ciudadana de la última década. La falta de transparencia del genuflexo CNE, junto a evidencias de manipulación fraudulenta del registro electoral y del proceso de totalización de votos, ha oscurecido tanto el verdadero nivel de participación como los resultados finales. Entre las principales irregularidades destacan las fallas en las auditorías pre y post electorales, la eliminación del código QR y la reducción arbitraria del Registro Electoral Permanente. Esta última, mediante la exclusión de aquellos a ciudadanos que no votaron el 28/7, etiquetándolos como “electores no activos” para inflar artificialmente el porcentaje de participación. Esta maniobra explicaría la abismal discrepancia entre los datos de observadores independientes, que estimaron una participación de un 12 % -15 %, y la cifra oficial del 42 % reportada por el CNE. Cabe resaltar que la distinción entre “electores activos” y “no activos” no tiene base en la legislación electoral vigente, por lo que carece de fundamento técnico y legal. La opacidad del proceso se ha visto aún más agravada por la falta de publicación de los resultados desagregados en el portal del CNE, lo cual no sorprende, pues a diez meses del 28/7, los resultados de ese evento siguen sin ser divulgados.

Para los abstencionistas, lo ocurrido el 25 de mayo representó una “derrota para Maduro” y una “ratificación del liderazgo de María Corina”. Sin embargo, esta supuesta derrota del chaveco-madurismo se tradujo contrariamente en la victoria de 23 de las 24 gobernaciones, una mayoría aplastante en la Asamblea Nacional (256 de 285 diputados) y el control total de los parlamentos regionales. Esa supuesta “contundente derrota” no debilitó al régimen ni le arrebató poder alguno; al contrario, lo fortaleció y le permitirá profundizar su hegemonía y control social. Ante este panorama, surge una pregunta inevitable: ¿fue esta abstención un acto de resistencia real, o paradójicamente una cesión voluntaria de poder que terminó fortaleciendo a quienes se pretendía derrotar? Mas allá de la cacareada deslegitimación, los hechos son ineludibles: tras el 25 de mayo, todas las instituciones clave para definir el rumbo político del país quedaron bajo el control absoluto de un proyecto corrupto, autoritario y entreguista. La abstención, lejos de frenar al régimen, le despejó el camino. La historia ha demostrado que la “deslegitimación” del régimen ha sido una fantasía inútil. Al poder autoritario de Miraflores no le hace falta el voto ciudadano para su legitimación, le basta el respaldo armado de una élite militar que ha hecho del Estado su botín. Los fusiles han sustituido el consenso por la represión, el diálogo por la intimidación, y la legalidad por la obediencia impuesta.

En este escenario electoral, igualmente cabe acotar el fracaso del sector opositor encarnado en figuras como Capriles, Rosales, Requesens, Stalin González y compañía que optó por la vía de la participación electoral. Como alternativa política opositora, no lograron capitalizar electoralmente a esa inmensa masa de ciudadanos que adversan al proyecto hegemónico bolivariano.

El país está atrapado en un limbo político. Por un lado, un régimen opresor-hambreador sin respaldo popular que se sostiene en el poder gracias al respaldo de las bayonetas. Frente a él, una mayoría ciudadana insatisfecha, empobrecida, y reprimida, la cual ha sido cautivada por la retórica emocional-efectista de María Corina. Retórica suicida que ha sido alimentada por promesas imposibles, fechas simbólicas y caminos cortoplacistas inviables. Estrategia que lejos de ofrecer una salida real, se ha limitado a glorifica las sanciones económicas impuestas por Washington, apostar por un improbable quiebre militar o una intervención extranjera orquestada por la grotesca dupla Trump-Rubio. 

¿Y ahora qué hacer? Es evidente que la oposición democrática -la que no se presta a ser caja de resonancia de la agenda MAGA- debe recomponerse. Basta ya de consignas vacías y de hiperliderazgos que, en el fondo, solo replican los mismos vicios del poder autoritario que pretenden combatir. No se puede salir de la crisis con el engaño, negando la realidad, estigmatizando a quienes no comparten su visión (traidores, normalizadores) y aferrándose liberaciones dirigidas por fuerzas extrajeras (síndrome cubano). Corregir un error no es traicionar una causa; es, más bien, un acto de valentía, honestidad, y madurez.

Es urgente la recomposición de las fuerzas democráticas, la construcción de una coalición sólida y amplia ideológicamente que sea capaz de enfrentar y derrotar el proyecto totalitario que ha sumido a la nación en la desesperanza y la decadencia.


Monday, May 19, 2025

Participar para resistir, no para legitimar. La abstención fortalece al autoritarismo

Los defensores del abstencionismo insisten, de forma reduccionista y equivocada, en que participar en las elecciones del próximo 25 de mayo sería un acto inútil. Sostienen que acudir a las urnas solo serviría para legitimar el fraude consumado el pasado 28 de julio y convertirnos en cómplices de crímenes gravísimos contra la Nación. Afirman que votar sería una traición imperdonable a la memoria de nuestros mártires, a los presos políticos, y a todos aquellos que han pagado con su libertad —y en no pocos casos con su vida— el atrevimiento de soñar con una Venezuela libre.

Esta visión maniquea, además de basarse en premisas falsas y moralmente perversas, desconoce una verdad histórica ineludible: la abstención jamás ha debilitado al régimen, y mucho menos ha logrado frenarlo. Por el contrario, ha contribuido al cierre progresivo de los escasos espacios democráticos y ha facilitado el avance del proyecto autoritario. Más paradójico aún, los abstencionistas denuncian con razón el carácter autoritario del sistema, pero inexplicablemente centran su discurso en la falta de condiciones y en la ausencia de legalidad, como si estuviéramos en una democracia plena, con separación de poderes, garantías ciudadanas y respeto al Estado de Derecho. Saben bien que no es así. Venezuela está desgobernada por un régimen autoritario-militarizado que se sostiene no por la voluntad popular, sino por el control férreo de las bayonetas. Un régimen donde las leyes no son normas de convivencia, sino instrumentos de sometimiento, redactadas, reinterpretadas y aplicadas por y para una logia cívico-militar de impronta fascista. Las instituciones “autónomas” son meros apéndices del Ejecutivo. En dictadura, participar en una elección no significa elegir en libertad: significa disputar terreno dentro de un tablero amañado, navegar con lucidez en los estrechos márgenes que permite el poder, con el propósito estratégico de erosionar su hegemonía y abrir grietas en su andamiaje.

Saben perfectamente que eso no existe. Venezuela es desgobernada por un régimen autoritario militarizado, donde el poder se sostiene no por la voluntad del pueblo, sino por la fuerza de las bayonetas. Un régimen en el que las leyes son herramientas de dominación, redactadas, aplicadas y manipuladas al servicio de una logia cívico-militar de impronta fascista. Las instituciones “autónomas” no son otra cosa que brazos ejecutores del Ejecutivo. Participar en una elección bajo dictadura no equivale a elegir libremente: es disputar espacios dentro del campo minado del autoritarismo, navegar —consciente y estratégicamente— en los márgenes que deja el poder, con la mira puesta en romper su hegemonía.

La verdadera disyuntiva no es simplemente votar o no votar, sino preguntarse: ¿es políticamente útil y estratégicamente sensato participar? Quienes apostamos por la participación afirmamos que el voto —incluso en condiciones profundamente desiguales— sigue siendo una herramienta de lucha. Permite acumular fuerza social, hacer visibles a las mayorías silenciadas, abrir fisuras en el bloque de poder, desgastar progresivamente al proyecto autoritario y reactivar el espíritu de lucha y la esperanza colectiva. 

Este dilema no es nuevo. A lo largo de la historia, diversos pueblos que han enfrentado regímenes autoritarios se han visto ante la misma disyuntiva. Basta con recordar casos emblemáticos: Polonia en 1989, todavía bajo el yugo soviético; Sudáfrica en 1994, saliendo del apartheid; o Chile a fines de los años 80, aún bajo dictadura militar. En todos estos escenarios, las fuerzas democráticas —con líderes como Lech Wałęsa, Nelson Mandela, Patricio Aylwin o Ricardo Lagos— decidieron participar en elecciones sin garantías plenas. Lo hicieron no por ingenuidad, sino como una forma de disputar espacios, visibilizar su causa y construir estructuras de resistencia desde adentro. Con el tiempo, esa apuesta se reveló certera: la participación electoral, incluso bajo condiciones profundamente desiguales —como ocurrió en Venezuela el pasado 28 de julio—, puede convertirse en un arma política poderosa para debilitar al bloque hegemónico, acumular fuerza social y abrir grietas en el andamiaje autoritario.

Ante la falta de argumentos, el abstencionismo se refugia en el mesianismo de María Corina Machado y adopta un lenguaje estigmatizador que recuerda peligrosamente al chaveco-madurismo: descalifican a quienes defendemos la ruta electoral llamándonos traidores, opositores funcionales, bates quebrados, bicharracos o alacranes. Más allá de ese hiperliderazgo tóxico y la burbuja de delirios en la que habitan, los abstencionistas han sido absolutamente incapaces de articular una estrategia viable, democrática y autónoma para derrotar al proyecto autoritario. Su accionar se limita a la aclamación genuflexa de las sanciones impuestas por Mr. Trump y a la espera estéril de una fantasía decadente: una intervención extranjera multinacional que jamás llegará.

Más recientemente, han abrazado la narrativa de que el autoritarismo cívico-militar puede ser desmontado mediante supuestas “operaciones de extracción”, asumiendo con candidez -o cinismo- que el “arresto” de figuras clave como Maduro o sus colaboradores más inmediatos bastaría para derribar todo el andamiaje represivo. Esta postura no solo es estratégicamente infantil, sino que ignora deliberadamente la compleja maquinaria represiva que sostiene al chaveco-madurismo, y subestima de forma peligrosa los desafíos estructurales que implica una transición democrática real. Es difícil encontrar parangón a la descomunal ceguera estratégica, envuelta en una arrogancia moral, que caracteriza a quienes renuncian a la ruta electoral.

Participar en la elección del 25/5 no es solo ejercer un derecho ciudadano: es, ante todo, una apuesta política cargada de sentido histórico y estratégico. Supone asumir la lucha en un terreno brutalmente desigual, donde el régimen ha manipulado las reglas, institucionalizado el ventajismo y convertido la represión en rutina. Aun así, entrar en esa contienda es un acto de rebeldía cívica: una forma de desafiar al poder desde dentro de su propia arquitectura de control, de erosionar su legitimidad desde la trinchera electoral. La ruta del voto, lejos de ser ingenua, es hoy una herramienta imprescindible para acumular fuerza, articular mayorías, movilizar al país y abrirle grietas al hegemonismo autoritario y sus cómplices civiles y militares