Monday, November 24, 2025

De la distopía orwelliana al socialfascismo-bolivariano

George Orwell, en su novela distópica 1984, presenta el territorio ficticio de Oceanía, un vasto superestado sometido a un régimen totalitario implacable. El poder está concentrado en manos del Partido, cuya figura más visible es el omnipresente Gran Hermano, símbolo de vigilancia, obediencia y control. Bajo su mirada constante, cada aspecto de la vida queda sometido a supervisión: desde el pensamiento individual y el uso del lenguaje hasta la propia historia y la noción misma de la verdad.

Orwell no imaginó que, décadas después, surgirían gobiernos autoritarios de otro tipo: no envueltos en banderas con esvásticas (Hakenkreuz) o fasces (fasci littori), sino en tricolores, acompañados de discursos patrióticos y promesas de redención para los más humildes. Orwell escribió sobre totalitarismos explícitos; lo que quizá no previó fue su modalidad caribeña: el autoritarismo bolivariano, que se proclama libertador y defensor de los desposeídos mientras reprime, monopoliza la verdad, afianza el control social y coapta los derechos de los trabajadores.

Uno de los pilares del Estado totalitario descrito por Orwell fue la manipulación del lenguaje. El “neolenguaje” no solo simplificaba palabras, sino que también estrechaba la capacidad de pensamiento y cambiaba su significado. En nuestro país, se ha establecido un neolenguaje orwelliano, en el que las palabras ya no significan lo que deberían. Frases como “gobierno obrerista” encubren estructuras de poder alejadas del pueblo trabajador. La miseria y el hambre son presentadas como signos de bienestar y justicia social; la opresión, como una supuesta democracia popular; y la llamada revolución, como una forma de enfrentar al neoliberalismo, aunque en los hechos reproduzca prácticas similares. La represión se llama “protección del pueblo”, la escasez es “guerra económica”, el hambre es “soberanía alimentaria” y la dictadura es “democracia participativa y protagónica”. Esta inversión del sentido, donde la guerra es paz, la ignorancia es fuerza y la sumisión es libertad, es una de las herramientas más eficaces del régimen para desmovilizar la crítica, aplastar al disidente y controlar el pensamiento colectivo. Vivimos tiempos en los que el Estado no informa: reinventa. No narra: distorsiona. No comunica: intimida. La verdad es un territorio prohibido y la mentira oficial, un deber patriótico.

Otro rasgo inquietante es la reescritura permanente de la historia. Orwell imaginó un régimen capaz de manipular el pasado para asegurar la obediencia; en la Venezuela oprimida, observamos algo similar: episodios históricos reinterpretados, un Bolívar africanizado y próceres elevados a la categoría de santos tutelares de su proyecto hegemónico. Así se ha construido un relato en el que el pasado deja de ser un espacio de aprendizaje y se convierte en un instrumento de legitimación. La historia deja de ser memoria para transformarse en propaganda/

A ello se suma otro elemento orwelliano, quizá uno de los más decisivos: la construcción de un enemigo permanente, responsable de todos los males y fracasos. En el esquema binario de la revolución, todo ciudadano es un sospechoso en potencia: estás con el proceso (entiéndase el pueblo) o estás contra él. Y ese “pueblo” es un sujeto abstracto que, curiosamente, coincide siempre con los intereses del proyecto dominante. De lo maniqueo del discurso oficial: no se persigue al periodista; se defiende al pueblo de la mentira. No se encarcela al disidente; se combate la traición y el terrorismo. No se censura; se protege la soberanía comunicacional. Todo abuso se convierte en un acto heroico en la narrativa del mesías de Miraflores. 

En la obra de George Orwell se plantea la existencia simultánea del enemigo externo y del enemigo interno como un mecanismo fundamental para la represión y el control social. El enemigo externo -una potencia en guerra permanente o un adversario lejano- actúa como elemento de cohesión nacional, pues permite justificar la militarización del país, la vigilancia, la represión y la obediencia. Paralelamente, el régimen alimenta la idea del enemigo interno, un conjunto de supuestos traidores infiltrados que amenazan la pureza ideológica y la seguridad del Estado. Estos enemigos internos, reales o imaginarios, sirven para legitimar la persecución, la represión y la depuración constantes en la sociedad. Para Orwell, ambas figuras son construcciones políticas diseñadas para mantener a la población en un estado de miedo, dependencia y desconfianza, de modo que el poder se presenta como el único garante de la supervivencia.

Las elecciones, al mejor estilo orwelliano, han dejado de ser mecanismos de toma de decisiones ciudadanas para convertirse en rituales de legitimación. La evidencia más clara quedó demostrada el pasado 28 de julio de 2024, cuando se consumó el mayor fraude de la historia republicana con la complicidad de todos los poderes del Estado. Ese día se pisoteó la voluntad popular expresada en las urnas. La soberanía popular fue sustituida por la fuerza del fusil.

En Oceanía, el régimen se sostenía sobre una emoción fundacional: el odio. “Nuestra civilización se construye sobre el odio”, proclamaban sin pudor sus dirigentes, convencidos de que la cohesión social solo podía lograrse mediante el miedo, la enemistad y la polarización constante. El autoritarismo bolivariano opera bajo una lógica similar: no es un proyecto libertario, sino un proyecto de dominación perversa que divide a los ciudadanos en categorías irreconciliables: “amigos y enemigos”, “patriotas y apátridas”, “buenos y malos”, “ciudadanos y terroristas”. En este esquema maniqueo, la lealtad ciega se erige en virtud suprema, mientras que la disidencia se castiga y criminaliza. El resultado es un orden político que disciplina, somete y reprime al ciudadano, consolidando un sistema en el que el miedo no es un accidente, sino una estrategia de Estado.

Venezuela no es una distopía literaria: es un país real, atrapado durante más de 25 años en una pesadilla que Orwell vislumbró hace más de siete décadas. La tragedia venezolana demuestra que el totalitarismo no necesita grandes mayorías para imponerse; le basta con destruir la verdad, apropiarse del lenguaje y aplastar la voluntad colectiva mediante la fuerza de las armas. Tal como advirtió Orwell, cuando el poder controla la palabra y manipula la realidad, la mentira se vuelve un mecanismo de dominación, el lenguaje se transforma en herramienta de manipulación y la fuerza pasa a ser un instrumento de obediencia.

El proyecto socialfascista bolivariano no emancipa ni libera; uniforma, adoctrina, reprime y asesina, reproduciendo los mismos patrones de los totalitarismos del siglo XX que asegura combatir. Su retórica revolucionaria -falsa y grandilocuente y cuidadosamente efectista- funciona como un blindaje ideológico destinado a justificar la violación de los derechos humanos, la anulación de los espacios democráticos y la concentración absoluta del poder.



Monday, November 17, 2025

El chavismo: modelo posmoderno del fascismo del siglo XX


Cuando cayó el fascismo europeo a mediados del siglo XX, el mundo respiró con alivio. Parecía que aquella maquinaria totalitaria, construida sobre el culto al líder, la manipulación de las masas y la represión del disenso, había quedado sepultada bajo los escombros de la guerra. Sin embargo, la historia rara vez se repite literalmente; suele hacerlo en versiones adaptadas a su tiempo, disfrazadas de nuevos ideales. En América Latina, esa metamorfosis del autoritarismo encontró su forma más persistente en el llamado chavismo, un régimen que, bajo el ropaje de la revolución socialista, terminó erigiendo un sistema de dominación que muchos ya describen como el fascismo del siglo XXI.

El chavismo nació en los años noventa como una promesa de redención nacional. Hugo Chávez se presentó como la voz de los excluidos, el vengador del pueblo frente a las élites corruptas y la política tradicional. Su mensaje caló hondo en una sociedad golpeada por la desigualdad, la corrupción y la desilusión democrática. Pero aquel proyecto que engañosamente se anunció como una “revolución de los humildes” pronto comenzó a mostrar sus costuras: un régimen de poder absoluto, construido sobre tres pilares: el culto a la personalidad, la militarización del Estado y la destrucción progresiva de las instituciones democráticas.

A lo largo de su mandato, Chávez convirtió la política en una épica personal. Su imagen omnipresente en los medios, su lenguaje mesiánico y su narrativa de “pueblo contra enemigos” consolidaron un esquema clásico del autoritarismo carismático. Con el tiempo, esa retórica devino en un aparato ideológico cerrado, donde el Estado y la revolución se confundieron hasta volverse indistinguibles. Quien criticaba al Gobierno era, automáticamente, enemigo del pueblo.

Uno de los rasgos más inquietantes del chavismo y de su continuador Maduro, que lo emparenta con el fascismo clásico, es su manipulación del concepto de pueblo. En el fascismo italiano, el “pueblo” era una masa orgánica que debía unirse en torno al líder y al destino de la nación; en el chavismo, ese “pueblo bolivariano” se erige en una entidad sagrada, propietaria exclusiva de la verdad y de la legitimidad moral.

Pero esa unidad es ilusoria: solo pertenece al pueblo quien se somete al poder. Quien disiente, deja de ser ciudadano para convertirse en traidor. Esta división maniquea —los leales contra los enemigos internos— permite justificar cualquier atropello, desde la persecución judicial hasta la censura mediática. El discurso oficial no tolera matices: el chavismo se alimenta de la polarización, porque sin enemigos que lo amenacen, su legitimidad se derrumba.

En el fascismo del siglo XXI, el Estado no solo administra: también vigila, adoctrina y castiga. Lo que en Europa fueron los sindicatos únicos o las corporaciones estatales, en Venezuela se transformó en una red de programas sociales, organismos de control y colectivos armados que operan como extensiones del poder político.
La economía, en teoría socialista, se convirtió en una herramienta de sometimiento. Los subsidios y las ayudas —como las cajas de alimentos CLAP o los bonos del carnet de la patria— se reparten según la lealtad política, no según la necesidad. Así, la supervivencia cotidiana depende del grado de obediencia al régimen. El control social, en este modelo, no se impone solo con armas, sino también con hambre.

El control social y la represión lo hacen envuelto en legalidad. Los tribunales y los fiscales actúan como ejecutores del poder, mientras los cuerpos de seguridad operan con impunidad. La tortura, las detenciones arbitrarias, los juicios amañados y los ajusticiamientos extrajudiciales no son excesos aislados, sino parte de un terrorismo de Estado que castiga la disidencia para preservar su dominio.

Si Mussolini hablaba de la “religión del Estado”, el chavismo ha construido la suya: una liturgia patriótica que mezcla bolivarianismo, socialfascismo y sumisión militar. En el imaginario chavista, el Ejército no es una institución al servicio de la República, sino la vanguardia moral de la revolución. Con el paso de los años, el poder político y el militar se fusionaron en un solo cuerpo, como en todo sistema de inspiración fascista.

A la dimensión militar se suma otra casi religiosa. Chávez fue elevado, tras su muerte, a una suerte de santidad política: su rostro adorna murales, su voz se repite en actos oficiales y su figura es invocada como guía espiritual de la patria. La fe en el líder trascendido refuerza la obediencia al sucesor, Maduro, quien desgobierna invocando la memoria del “comandante eterno” para legitimarse.

Ningún autoritarismo sobrevive sin controlar el relato. En este sentido, el chavismo aprendió de los manuales más clásicos del totalitarismo. Los medios públicos se transformaron en órganos de propaganda; los privados fueron comprados, cerrados o sometidos mediante leyes restrictivas. El lenguaje mismo fue colonizado: “patria”, “soberanía”, “lealtad”, “traición” dejaron de ser palabras comunes para convertirse en instrumentos de alineamiento ideológico.

El control simbólico alcanza incluso a la memoria histórica. Bolívar fue reinterpretado como precursor del socialismo, y los símbolos patrios se reformularon para adaptarse al nuevo credo revolucionario. Todo régimen fascista necesita una mitología fundacional; el chavismo la encontró en una historia reescrita a su medida, donde el pasado legitima eternamente el presente.

Una de las paradojas del chavismo-fascismo es su insistencia en mantener un barniz democrático. Las elecciones no desaparecieron; se transformaron en rituales vacíos. El voto, despojado de su valor competitivo, sirve para legitimar al poder, no para disputarlo. En este escenario, las elecciones son simulacros de participación: se vota, pero no se elige. La mejor demostración fue el pasado 28/7/2024

El chavismo no es una simple dictadura ni un régimen militar clásico. Es una forma de autoritarismo posmoderno, capaz de combinar discurso progresista con prácticas represivas, apelaciones al socialismo con una economía extractiva y corrupta, y retórica antiimperialista con alianzas pragmáticas con potencias extranjeras. En ese sentido, el chavismo se ha convertido en un modelo de exportación: un manual para los nuevos autoritarismos globales que buscan legitimarse en la retórica del pueblo, disfrazar la represión de democracia y manipular la pobreza como herramienta de control.

Llamar fascismo del siglo XXI al chavismo no es una exageración retórica ni un accidente histórico; no es, igualmente, un insulto, sino un diagnóstico. Es el espejo en el que se reflejan las debilidades de nuestros sistemas de gobierno: la corrupción, la desigualdad, la impunidad, la fe ciega en los caudillos. Chávez y su continuador, Maduro, no vinieron de otro planeta; surgieron de un sistema injusto, ya podrido y en plena descomposición.

El chavismo no es el futuro: es el recordatorio de todo lo que el siglo XX nos enseñó a temer… y que, contra toda lógica histórica, en pleno siglo XXI ha vuelto a convertirse en una amenaza.





Tuesday, November 11, 2025

Trump y la destrucción de la democracia norteamericana

En la historia reciente de Estados Unidos, ningún presidente ha desafiado con tanta audacia los cimientos de la democracia liberal norteamericana como Donald Trump. Su mandato, lejos de ser un accidente aislado en el devenir político norteamericano, constituye una ofensiva sistemática contra las instituciones, los valores democráticos, la ciencia y el conocimiento. 

Trump no inventó la polarización ni la desconfianza hacia la clase política. Se nutrió de un malestar previo: la sensación de abandono en vastos sectores de la clase media empobrecida, el resentimiento ante la globalización y el descrédito de las élites tradicionales de Washington. Pero su gran “mérito” —si cabe usar el término— fue haber transformado ese malestar en un arma contra la propia democracia. Supo convertir la ira y el descontento en una plataforma política, canalizando emociones primarias como el miedo, la nostalgia y el resentimiento hacia un proyecto personalista y autoritario.

La presidencia de Mr. Trump ha sido un ejercicio constante de manipulación informativa, donde la mentira se convirtió en una herramienta de gobierno y la “posverdad” pasó a ser una norma cotidiana. Trump ha lanzado miles de afirmaciones falsas o engañosas. Pero lo más grave no han sido las mentiras en sí, sino el efecto corrosivo de convertir la verdad en un asunto relativo, dependiente de la lealtad política. En ese escenario, los datos, las instituciones y hasta los tribunales pasaron a ser percibidos como enemigos si contradecían el relato oficial. El resultado: una democracia formal, pero emocionalmente autoritaria. Una república que todavía vota, pero cada vez menos piensa.

La guerra contra la prensa libre ha sido un componente central de esta estrategia. Al tildar a los periodistas de “enemigos del pueblo” y deslegitimar a medios enteros, Trump sembró la idea de que no existe información confiable fuera de lo que emana de su propia voz o de la de sus voceros. 

Pero la embestida no se limitó a la imposición de la posverdad. Trump ha atacado frontalmente a las instituciones diseñadas para limitar el poder presidencial. Su desprecio por la división de poderes ha sido evidente: por ejemplo, ha utilizado al Departamento de Justicia para proteger a sus aliados y desacreditar, perseguir y despedir laboralmente a jueces, fiscales y legisladores. Como si el poder fuera un espejo que solo refleja su conveniencia, también ha hecho del perdón presidencial un escudo personal, extendiéndolo a sus amigos y aliados, desde los implicados en el asalto al Capitolio (6 de enero de 2021) hasta figuras como Rudy Giuliani y Sidney Powell, acusadas de intentar revertir su derrota en las elecciones de 2020.

Trump ha transformado al Partido Republicano en un rehén de su propia figura. Legisladores, gobernadores y dirigentes que antaño defendían las instituciones se someten hoy a su voluntad por temor a ser castigados en las urnas por la base trumpista (MAGA). La política estadounidense se ha convertido en un espectáculo de lealtades personales y obediencia ciega, donde el aplauso al líder pesa más que la defensa de la Constitución. El “trumpismo” ha demostrado que el populismo autoritario no es un fenómeno exclusivo de democracias frágiles o jóvenes, ni de países tercermundistas. Puede florecer en el corazón de la república más antigua del mundo contemporáneo si se combina con un líder carismático dispuesto a derribar reglas, un electorado fanatizado dispuesto a seguirlo y unas élites políticas demasiado cobardes para enfrentarlo.

La administración de Trump ha impulsado medidas antidemocráticas que restringen los derechos fundamentales de los inmigrantes. Su retórica estigmatizante ha permitido el resurgimiento de la xenofobia y ha alimentado discursos extremistas que vuelven a dividir a la sociedad. Mr. Trump gobierna no solo mediante decretos regresivos que vulneran derechos básicos, sino también a través de símbolos; y los símbolos, cuando se instalan en el imaginario colectivo, tardan mucho más en desactivarse que la proclamación de un orden ejecutivo.

Lo que ocurre en Washington no es una rareza; es un reflejo. Desde Budapest hasta Caracas, desde San Salvador hasta Turquía, el siglo XXI ha visto cómo las democracias se desangran lentamente. El método es siempre el mismo: se captura el poder a través de los votos, se violentan los derechos humanos, se deslegitima la prensa, se reescriben las reglas, se reprime y se atropella a los trabajadores, y todo en nombre del pueblo. 

No todo está perdido. Los tribunales todavía bloquean algunos excesos, el Congreso aún resiste en ciertos temas, y una ciudadanía inquieta se moviliza, protesta y litiga. Los medios independientes siguen denunciando; las universidades, debatiendo; y la sociedad civil, alertando. Son las últimas líneas de defensa frente a una maquinaria política que se alimenta de la polarización y del miedo. Pero las preguntas son: ¿Cuánto durarán esos diques antes de ceder ante la marea del poder concentrado? ¿El sistema democrático norteamericano tendrá la fortaleza para resistir este asalto interno? El tiempo lo dirá 

Washington ya no exporta libertad, sino el manual del populismo institucionalizado anglosajón 


Nota a pie de página: Es lamentable que un personaje tan ajeno a los valores democráticos y con una política antiinmigrante como Donald Trump se haya convertido en el paradigma y referente de amplios sectores de la oposición venezolana.


Tuesday, October 28, 2025

La defensa de “la patria” como arma de control social y político

A lo largo de la historia, los regímenes autoritarios han recurrido a la misma estrategia para legitimar su poder: invocar la defensa de la patria frente a supuestas amenazas (externas – internas) y manipular sin escrúpulos el sentimiento patriótico de la población. Es un recurso tan antiguo como eficaz. Bajo la bandera de la soberanía nacional se ocultan el miedo a perder privilegios, el rechazo al escrutinio democrático y la coartada perfecta para justificar la represión interna. En boca de los autoritarios, “defender la patria” no es más que un grito hueco, un instrumento de manipulación diseñado para adormecer conciencias, justificar abusos y silenciar a quienes se atreven a disentir de la política oficial.

Desde la llegada al poder del chaveco-madurismo, la “patria” dejó de ser un ideal común para convertirse en un disfraz de utilería al servicio del proyecto bolivariano dominante. Con una retórica patriotera repetida hasta el cansancio, el régimen pretende blindarse de toda crítica y tapar la ruina política, social y económica en la que ha sumido al país. La patria, en sus labios, no pasa de ser un eslogan de feria, una muletilla de propaganda con la que los chafarotes del poder desangran al país día tras día. Son los farsantes que gritan “¡Hay que defender la patria!” mientras la saquean, la subastan al mejor postor y la hunden en una pobreza estructural extrema.

En estos 25 años de “desgobierno bolivariano”, fabricar enemigos ha sido el recurso más efectivo del régimen para encubrir su desastre administrativo y perpetuar su narrativa épica. Cada crisis, cada fracaso y cada escándalo de corrupción encuentran un culpable externo: el imperio, la oligarquía, los traidores de turno. Así, mientras el país se hunde en la pobreza y la desinstitucionalización, ellos se presentan como héroes de opereta: autoproclamados defensores de la patria, sitiados por conspiraciones que solo existen en su imaginación, y en las interminables cadenas televisadas donde fabrican su propio mito.

Esta farsa patriotera, hecha de símbolos vacíos y discursos de utilería, ha sido la coartada perfecta del régimen para aplastar al ciudadano que se atreve a protestar, silenciar al periodista incómodo, aterrorizar al estudiante rebelde, encarcelar al obrero que exige sus derechos y, con brutal impunidad, asesinar al dirigente social que no se doblega ante su política hambreadora. La lógica es simple: quien no aplaude al régimen, conspira; quien disiente, atenta contra la patria; quien exige derechos, es acusado de traición. Con esta ecuación burda, los usurpadores han convertido al Estado en un tribunal inquisidor en el que el ciudadano siempre resulta culpable por el simple hecho de pensar distinto. Entre himnos gritados a destiempo, consignas huecas y uniformes prestados, se esconde la verdadera maquinaria del poder: un terrorismo de Estado que criminaliza la crítica y reduce la vida pública a un espectáculo grotesco. El famoso llamado a “defender la patria” no es otra cosa que un chantaje emocional, una mentira envuelta en banderas y fanfarrias, diseñada para anestesiar conciencias y legitimar la represión.

En Venezuela, la patria dejó de ser un espacio de ciudadanía para convertirse en un inmenso cuartel. El pestilente uniforme militar, se ha convertido en un disfraz de legitimidad política, de impunidad ante la violación de los derechos humanos. Los cuarteles y guarniciones militares, lejos de defender la soberanía nacional, se han transformado en escenarios de propaganda donde la patria no se debate ni se construye: se grita, se ordena y se obedece. 

El chaveco-madurismo ha degradado la defensa de la patria a una caricatura. No la defienden: la explotan, la exprimen y la usan como un trapo para limpiar sus propios desastres. La patria, en sus manos, es apenas un eslogan de feria, un decorado barato que se exhibe en desfiles militares, cadenas interminables y discursos huecos; pero desaparece en la vida diaria de los venezolanos, obligados a sobrevivir con salarios de miseria, hospitales en ruinas, escuelas abandonadas, cortes de luz recurrentes, represión y violencia política. 

Cuando los voceros del autoritarismo gritan “¡Defender la patria!”, en realidad lo que persiguen es proteger sus negocios, sus inversiones y los privilegios logrados gracias a la corrupción y el robo del erario público. La patria no se defiende militarizando a la sociedad, ni sembrando terror con colectivos con pasamontañas y fusiles, ni con generales tapa amarilla pronunciando discursos más aprendidos, y mucho menos pretendiendo borrar la identidad de los ciudadanos. La patria se defiende con escuelas bien dotadas, hospitales dignos, salarios justos, una justicia independiente, el respeto a la voluntad popular y los derechos humanos. Todo lo demás no es patria: es negocio, propaganda y represión envuelta en trapos de bandera. Es la creación de una sociedad basada en el miedo y el terror.


Sunday, October 12, 2025

El Premio Nobel de la Paz


El Premio Nobel de la Paz representa un homenaje al coraje y la constancia del pueblo venezolano en su lucha pacífica contra la dictadura chaveco-madurista, simbolizada por su figura más representativa: María Corina Machado. Este galardón no implica respaldo a una postura o visión política específica, sino un firme reconocimiento al compromiso con los principios universales de libertad, justicia y respeto por los derechos humanos.

Monday, October 6, 2025

Autoritarismo, terror de Estado, represión y muerte

A partir del golpe de Estado del 28/7/2024, en Venezuela se instauró una política represiva de Estado orientada a desconocer los resultados electorales y aplastar toda manifestación en defensa de la voluntad y la soberanía popular. El régimen recurrió a detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y torturas contra cientos de ciudadanos, en su mayoría activistas políticos, dirigentes sociales, sindicales y periodistas, además del asesinato de indefensos manifestantes. 

Esta violación sistemática de los derechos humanos se perpetró mediante el uso de las fuerzas policiales y militares del Estado, así como a través de grupos armados irregulares al servicio del régimen (colectivos). De esta manera, la represión adquirió un carácter cada vez más institucionalizado, consolidándose como un mecanismo para aniquilar los movimientos políticos y sociales que exigían el respeto a los resultados del 28 de julio.

Este preocupante panorama sobre los derechos humanos en Venezuela quedó reflejado en el informe más reciente de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela (FFM) de las Naciones Unidas, correspondiente a 2025. El documento advierte sobre severos retrocesos en diversas libertades fundamentales, al tiempo que persiste una impunidad casi absoluta frente a las graves violaciones denunciadas tanto por organismos nacionales como internacionales.

Tras las fraudulentas elecciones del 28/7/2024, el informe documenta una escalada represiva dirigida contra quienes exigieron respeto a la voluntad popular. Manifestaciones pacíficas fueron reprimidas con violencia desproporcionada, por las fuerzas de seguridad y grupos armados irregulares. Paralelamente, se desató una ola de detenciones arbitrarias y masivas que se extendió por todo el país. Los secuestrados han sido sometidas a procesos irregulares y acusadas bajo cargos genéricos y estigmatizantes, como “terrorismo”, “incitación al odio” o “resistencia a la autoridad”, etiquetas que buscan criminalizar la protesta ciudadana y legitimar la persecución política. Estas prácticas, señala el informe, consolidan un patrón de represión sistemática que tiene como finalidad silenciar el disenso y sembrar el miedo en la sociedad venezolana.

El informe también documenta múltiples casos de tortura, aislamiento prolongado, tratos crueles, inhumanos y degradantes, tanto físicos como psicológicos. A ello se suman la negación sistemática de atención médica adecuada, el hacinamiento extremo en los centros de reclusión y la carencia de servicios básicos como agua potable, alimentación suficiente y condiciones mínimas de salubridad. Estas prácticas no solo violan de manera flagrante los derechos fundamentales, sino que constituyen una política de castigo destinada a quebrar la resistencia de los detenidos y generar un efecto disuasorio en la población.

Asimismo, el informe denuncia una campaña sostenida de hostigamiento e intimidación contra organizaciones de la sociedad civil que defienden los derechos humanos. ONG como PROVEA y Foro Penal, entre otras, han sido objeto de amenazas, allanamientos, restricciones administrativas y persecución judicial, lo que busca neutralizar su labor de documentación y acompañamiento a las víctimas. Esta estrategia represiva, advierte el documento, pretende reducir al mínimo los espacios de denuncia y vigilancia ciudadana, consolidando un clima de miedo y silencio forzado en el país.

Cabe destacar que el régimen chaveco-madurista, al mejor estilo del nazismo alemán y de las dictaduras del Cono Sur en el siglo XX, ha institucionalizado el peligroso concepto jurídico del Sippenhaft o Sippenhaftung. Este principio, aplicado en la Alemania nazi, establecía que la responsabilidad penal de un acusado de crímenes contra el Estado se extendía automáticamente a sus familiares directos, quienes eran considerados igualmente culpables, arrestados y, en algunos casos, incluso condenados a muerte por los supuestos delitos cometidos por su pariente. Los “humanistas bolivarianos del siglo XXI” han rescatado la siniestra tesis defendida por Heinrich Himmler acerca de la “corrupción de la sangre”, según la cual no bastaba con castigar al individuo considerado culpable, sino que era necesario también perseguir, neutralizar o exterminar a sus familiares. De esta forma, Maduro y sus milicos buscan sembrar el terror colectivo, utilizando los lazos de consanguinidad como herramientas de represión política, con el claro propósito de disuadir cualquier forma de disidencia o resistencia social.

Lo que ocurre hoy en Venezuela no son excesos aislados, ni simples extralimitaciones de funcionarios, ni errores coyunturales. Se trata de un patrón de represión cuidadosamente diseñado desde Miraflores con el propósito de perpetuarse en el poder a costa de las libertades ciudadanas. La criminalización de la disidencia, la institucionalización del terror, la violencia letal y la impunidad sistemática no son anomalías: constituyen, en sí mismas, manifestaciones del terrorismo de Estado que se impulsa desde Miraflores.

El gran desafío que enfrenta hoy la sociedad venezolana -y con ella la comunidad internacional- no se limita a condenar las violaciones de derechos humanos, sino a impedir que tales aberraciones se naturalicen bajo el peso del silencio, la indiferencia o la complicidad de muchos. La impunidad prolongada no solo normaliza la barbarie, sino que erosiona los cimientos de la convivencia democrática y abre la puerta a nuevas formas de dominación autoritaria.

Lo que está en juego en Venezuela trasciende las fronteras nacionales: no se trata únicamente del destino de una democracia agonizante, sino de la defensa misma de la dignidad humana frente a un autoritarismo chaveco-madurista que ha hecho del terror de Estado un instrumento cotidiano de gobierno.


Friday, October 3, 2025

Carta New York Times

State Terrorism and Human Rights Violations Under Maduro's Regime

Venezuela is enduring a severe humanitarian and human rights crisis, not caused by war or natural disaster, but by deliberate state terrorism imposed by the authoritarian Maduro regime. Following the 7/28/2024 fraudulent elections, the regime intensified its repression, targeting opposition figures, civil society leaders, students, workers, and journalists. Thousands of Venezuelans have been arbitrarily detained, many without charges, under vague accusations such as “terrorism” or “conspiracy.” UN investigations (Independent International Fact-Finding Mission) and human rights organizations report widespread use of torture, enforced disappearances, extrajudicial executions, and other inhumane treatment to suppress dissent and instill fear.

The crisis extends beyond political persecution. Venezuela’s healthcare system has collapsed, hospitals lack basic supplies, and preventable diseases claim lives. Public services like water and electricity are unreliable, while food insecurity and educational decline are rampant. Independent media and NGOs are under attack, with censorship and restrictive laws silencing dissent. Indigenous communities face displacement and exploitation linked to illegal mining and state neglect.

Despite the growing suffering and the forced exodus of over 7 million Venezuelans, the international response has been nothing short of disgraceful. Silence or distortion of Venezuela’s reality, as seen in Julie Turkewitz’s recent article, is not neutrality -it’s complicity. Venezuelans don’t need sympathy. We demand truth, accountability, and active solidarity.