A más de 31 años del colapso de la Unión Soviética, la Rusia de Vladimir Putin parece decidida a restablecer las fronteras del antiguo imperio soviético. Amparado en la excusa de garantizar su seguridad y mantener una “vecindad adecuada”, el Kremlin impulsa una política expansionista como única vía de supervivencia nacional. Esta visión se inspira, en parte, en las ideas geopolíticas de pensadores como Aleksandr Dugin (The Essentials of Geopolitics, 1997) y Guennadi Ziugánov (The Geography of Victory. Introduction to Russia's Geopolitics, 1999). Dugin propuso el concepto de “radios abiertos”, una proyección territorial expansiva desde Moscú hacia la periferia, que no se detendría en las fronteras actuales, sino que podría extenderse incluso hacia zonas bajo influencia de la OTAN. Ziugánov, por su parte, sostiene que la URSS fue una expresión geopolítica natural de la Rusia histórica y que las actuales fronteras son artificios impuestos por Occidente.
Las agresiones militares impulsadas por Putin —Georgia en 2008, Crimea en 2014, el este de Ucrania en ese mismo año, y la invasión total en 2022— responden a este proyecto neozarista y neosoviético. Son manifestaciones claras de una política imperialista que busca recomponer el espacio postsoviético bajo control ruso.
Putin ha justificado la invasión a Ucrania alegando el fracaso de las vías diplomáticas y la supuesta necesidad de proteger a la población rusoparlante en las regiones separatistas de Donetsk y Luhansk. Sin embargo, la guerra total que desató en territorio ucraniano dista mucho de la acción rápida y “quirúrgica” prometida. La ofensiva, lejos de “desmilitarizar” o “desnazificar” Ucrania, ha producido la muerte de miles de civiles, la destrucción de hospitales, escuelas, viviendas e infraestructura crítica, y ha incentivado la fragmentación territorial del país. El “reconstructor” del imperio soviético ha provocado la peor catástrofe humanitaria en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Según datos de ACNUR, más de 10 millones de personas se vieron forzadas a huir de Ucrania (al 25 de marzo de 2022).
La ofensiva rusa persigue un claro objetivo: derrocar al gobierno ucraniano y anexar territorios a la Rusia imperial, como ya ocurrió con Crimea en 2014.
Lamentablemente, la reacción de las democracias occidentales ha sido, en gran medida, tímida y permisiva. Durante años alentaron la europeización y democratización de Ucrania, alimentando expectativas de integración a la Unión Europea y la OTAN, solo para luego dejarla expuesta frente a la agresión del Kremlin. La falta de voluntad política (en cuanto a su ingreso a la UE), la negativa a adoptar medidas de protección militar decisivas (como una zona de exclusión aérea), y el temor disfrazado de prudencia (no incomodar a Putin), han dejado a Ucrania a merced de una tragedia prolongada.
Las sanciones económicas y energéticas impuestas por Estados Unidos y Europa, aunque significativas en el discurso, han demostrado ser limitadas en la práctica. La profunda dependencia europea del gas y petróleo ruso ha convertido esas sanciones en una suerte de “autocastigo” para muchos de los países que las aplican. A esto se suma la complicidad tácita de actores como Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, que se oponen a excluir a Rusia de la OPEP bajo el argumento de no politizar la organización. Todo ello hace probable que Putin resista las sanciones, consolide su control sobre parte del territorio ucraniano, y continúe su proyecto de restauración imperial.
La invasión rusa a Ucrania debe ser condenada con la misma firmeza que otras intervenciones militares que han violado la soberanía de naciones: la represión soviética en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), las guerras en Chechenia (1999) y Georgia (2008), así como las invasiones estadounidenses a Panamá (1989), Granada (1983) e Irak (2003). No hay invasiones “buenas” o “malas”: todas son sangrientas, injustificables y violatorias de la libre determinación de los pueblos.
Tras el fracaso de la “guerra relámpago”, el ejército ruso ha intensificado los bombardeos indiscriminados sobre ciudades como Járkov, Odesa, Mariúpol y Kiev, afectando deliberadamente zonas residenciales, hospitales y escuelas. Y mientras tanto, el mundo observa, impotente, el exterminio de un pueblo.
Hay que detener esta guerra ya.
Nota final: Resulta profundamente lamentable que gobiernos, figuras políticas e intelectuales de izquierda justifiquen o relativicen las atrocidades cometidas por Putin en Ucrania. La ceguera ideológica que padecen les impide reconocer el carácter imperial y expansionista del actual régimen ruso, convencidos de que Ucrania “es parte de Rusia”. Para ellos, solo el imperialismo estadounidense merece condena. Todo lo que supuestamente debilite su hegemonía es, por defecto, válido, incluso si ello implica violar la soberanía y asesinar a poblaciones civiles. Así, mientras denuncian con razón las invasiones estadounidenses a países como Panamá, República Dominicana, Granada, Haití, Irak o Bosnia, guardan silencio —o peor aún, justifican— las intervenciones rusas en Chechenia, Georgia, Siria o Ucrania. No son coherentes: son cómplices por omisión o conveniencia.

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