Desde las primeras décadas del siglo XX, numerosos movimientos sociales y partidos políticos han adoptado -muchas veces de forma oportunista- la etiqueta de “socialismo”. Venezuela no ha sido ajena a esta tendencia falsificadora de principios e ideologías. El llamado “socialismo del siglo XXI”, también conocido como social autoritarismo bolivariano (SAB), es un ejemplo paradigmático de esta apropiación indebida.
Doctrinariamente, el SAB no es más que una colcha de retazos ideológicos. Tras recorrer el mercado de las ideas, terminó apropiándose de manera ilegítima y oportunista del ideario socialista, particularmente a partir de 2005. Lejos de constituir una doctrina filosófica coherente o una teoría científica con un cuerpo estructurado de pensamiento, el SAB ha sido promovido como un supuesto paradigma histórico e ideológico por voceros como Ignacio Ramonet, Miguel Ángel Pérez Pirela, Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero. En realidad, se trata de un collage de símbolos contradictorios, ideas de derecha, prácticas de partido único, una farsa democrática y un régimen abiertamente represivo. Representa una propuesta bonapartista y plebiscitaria, ajena a los ideales de independencia nacional, emancipación social y dignificación humana.
Políticamente, el SAB ha promovido una supuesta democracia participativa que, en la práctica, ha derivado en mecanismos pretorianos de control social: programas clientelares como las misiones, cooperativas, fundos zamoranos y el sistema “Patria”, todos bajo el control de liderazgos mesiánicos y autoritarios. Este modelo se sostiene alimentando la paranoia de enemigos internos y externos, fomentando un patrioterismo vulgar, militarizando la sociedad e instaurando un terrorismo de Estado contra toda disidencia ideológica.
En el plano económico, el SAB impulsó inicialmente un capitalismo de Estado profundamente centralista, militarizado y favorable a las grandes corporaciones transnacionales. Sin embargo, ante la hiperinflación desbocada, el desempleo masivo, el desabastecimiento generalizado y el colapso de los servicios públicos, ese modelo autoritario ha debido flexibilizarse. El resultado ha sido un proceso caótico de desregulación: privatización parcial de empresas estatales, dolarización de facto (aunque no de los salarios), y la emergencia de nuevas formas de negocio capitalista (bodegones, casinos, concesionarios de lujo, restaurantes exclusivos). El modelo económico del SAB, lejos de construir una economía socialista -que no debe confundirse con estatismo-, continúa alimentando el proyecto capitalista hegemónico.
A pesar de estos cambios, tanto Nicolás Maduro como su antecesor, el teniente coronel Hugo Chávez, han favorecido sistemáticamente a grandes capitales extranjeros mediante la creación de empresas mixtas con corporaciones como Chevron, PetroChina, Peabody Energy, Statoil, Rosneft, entre muchas otras. A ello se suman las zonas económicas especiales, donde el capital foráneo goza de privilegios arancelarios, fiscales y aduaneros. El caso más emblemático es el Arco Minero del Orinoco, que abarca el 12 % del territorio nacional y ha sido destinado a la megaminería por parte de transnacionales como Gold Reserve y Barrick Gold, interesadas en la explotación de oro, tantalita y columbita. ¿De qué “antiimperialismo” puede hablar el SAB?
Lamentablemente, buena parte de la izquierda ha carecido tanto de honestidad ideológica como de voluntad política para enfrentar a la casta cívico-militar bolivariana y su parodia de socialismo. Hablamos de esa izquierda mercenaria que aún insiste en sostener la imagen mítica de una Venezuela heroica, víctima de un supuesto “bloqueo imperial” como causa de la catástrofe económica, social y sanitaria que vive el país. Un “bloqueo” que, sin embargo, no impide que los jerarcas del régimen circulen en vehículos de lujo fabricados en EE. UU. ni que los bolienchufados llenen sus bodegones con productos importados del mismo “imperio”.
Es esa izquierda que justifica la precarización laboral, la represión, la censura y la tortura; que ha olvidado los principios de autodeterminación de los pueblos y hoy aplaude, sin reservas, la agresión militar de Putin contra Ucrania. Es una izquierda sin voz, sin principios y sin vergüenza.
El fallido y gatopardista “socialismo del siglo XXI” no solo ha hundido a Venezuela, sino que también ha servido como arma propagandística para la derecha global, que lo utiliza para desacreditar a las verdaderas fuerzas progresistas en cualquier proceso electoral.
Todo ha cambiado para que todo -o casi todo- siga igual. O, peor aún, empeore.
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