Con la llegada de la peste militar
bolivariana al poder (1998) las fuerzas militares y de seguridad del Estado han
practicado la tortura y tratos crueles, desapariciones forzadas, así como
ejecuciones extrajudiciales de manera sistemática e impune. Representan un proyecto
perverso que aliena, institucionaliza la tortura y el sicariato político y que
pretende rescribir la historia desde la impunidad, desde la censura de la
memoria, desde la deformación de la realidad y del olvido.
Aplicando la dicotomía “amigo-enemigo”
interno (lenguaje del jurista Nazi Carl Schmitt), el gorilato bolivariano
ha institucionalizado la represión, la tortura y hasta la muerte como parte del
libreto represivo de la Doctrina de la Seguridad Nacional. Las torturas y
humillaciones a las que ha sido sometido el diputado Juan Requesens no son un
hecho aislado, cientos de presos políticos han corrido con igual infortunio a
manos de los esbirros del SEBIN, la DGCIM y el CICPC. Muchos de ellos han
muerto en la cámara de torturas como el fue el caso de Nadis Orozco quien
falleció a consecuencia de los traumatismos cráneo-encefálicos ocasionados por
los verdugos de Gustavo González López en el SEBIN. Terrorismo de Estado que se
aplica no sólo en términos instrumentales para acallar y eliminar al enemigo,
sino que es parte de la concepción facho-bolivariana de la política, es la
destrucción no sólo de las instituciones establecidas sino de todos aquellos
que son obstáculo para su “nuevo orden” dictatorial.
El “humanismo bolivariano” lejos de
erradicar las aborrecibles prácticas del pasado las ha profundizado e
institucionalizado. Centros de reclusión como el SEBIN, la DGCIM y el CICPC son
antros de perversidad donde se ejercita la tortura libremente. Además, hay que
mencionar los centros clandestinos de detención (CCD), instalaciones secretas
empleadas por el SEBIN y la DGCIM en colaboración con las bandas armadas del
régimen donde torturan a los detenidos. Prácticas como el aislamiento en
calabozos lúgubres, el uso de bolsas de plástico para producir asfixia,
arrancarles partes del cabello (el helicóptero), descargas eléctricas (la
parrilla), privación del sueño (la tumba), sumergir al interrogado en agua
hasta casi ahogarlo (submarino), desnudez forzada, amenazas de carácter sexual
hasta violaciones y muchas otras atrocidades similares a las realizadas por los
regímenes dictatoriales del Cono Sur del siglo pasado. El fascismo avanza a
paso redoblado sobre la sumisión de los justos.
Mediante la construcción de un
lenguaje comunicacional “Goebbeliano”, y de un discurso descalificador sobre
sus víctimas, el régimen pretende hacer ver que la violencia y la tortura
orientada a exterminar a la disidencia política sea percibida como algo
saludable para el país y no como una aborrecible violación de los derechos
humanos. La idea es que todo disidente es un enemigo abyecto de la nación
y del pueblo al cual hay que combatir y destruir; frente a la patria amenazada,
hay que aniquilar a la “antipatria” a fin de restablecer “la paz ciudadana y continuar sembrando el
amor bolivariano”.
Para el proyecto facho-bolivariano la
violencia es la base de su poder
político. El ejercicio de la violencia a partir de la represión, la tortura y
eventualmente el asesinato son partes entrañables de su ADN político. Paradigmáticamente
asumen que la acción violenta, debe reemplazar a la razón.
Impresiona que la pesadilla represiva que
nos toco vivir como militante de izquierda en los años sesenta y setenta del
siglo pasado haya vuelto en pleno siglo XXI de la mano de una izquierda promiscua
amante del autoritarismo, del partido único, de los métodos represivos, de la
venganza. Estos falsarios ideológicos justifican, y hasta aplauden las
sistemáticas violaciones de los derechos humanos que en tiempos pasados
defendían con vehemencia. Una izquierda pútrida que renunció a sus principios y
hoy lame la pestilente bota militar.
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