La oposición venezolana, tras años de atajos erráticos y desaciertos estratégicos que desembocaron en derrotas de proporciones épicas, ha decidido retomar la ruta electoral. Las guarimbas de 2014 y 2017 -que dejaron decenas de muertos, heridos y presos políticos-, la política abstencionista pese al creciente rechazo ciudadano hacia el chavismo, la autoproclamación fallida de Juan Guaidó como presidente interino, el intento de golpe de Estado en 2019 y el bochornoso episodio de la invasión por Macuto en 2020 son solo algunos de los costosos errores que facilitaron la consolidación interna del chaveco-madurismo en el poder.
Sin una reflexión autocrítica real sobre estos errores, la otrora oposición abstencionista ha dado un giro abrupto al reivindicar el camino electoral como vía para recuperar la democracia. Ha manifestado su intención de participar en elecciones primarias, con el objetivo de elegir a un candidato unitario que enfrente a Nicolás Maduro en las presidenciales de 2024. Estas primarias representan, sin duda, una oportunidad clave para consolidar una candidatura fuerte, legítima y respaldada por el electorado.
Sin embargo, la inclusión de candidatos políticamente inhabilitados (como María Corina Machado, Henrique Capriles y Freddy Superlano) plantea serias controversias. Aunque es indiscutible que dichas inhabilitaciones son arbitrarias, ilegales y parte del aparato autoritario que busca excluir adversarios, también es cierto que constituyen un impedimento jurídico concreto que restringe su participación en la contienda electoral.
Este dilema no puede abordarse con evasivas ni con discursos emocionales. Por un lado, hay que denunciar enérgicamente las inhabilitaciones como parte del andamiaje represivo del régimen. Pero por otro, es innegable que permitir la postulación de candidatos que no pueden legalmente inscribirse ante el CNE debilita la legitimidad del proceso y genera falsas expectativas en la ciudadanía. Se corre el riesgo de elegir a un candidato que, sin importar el respaldo popular que obtenga, no podrá competir formalmente en las elecciones presidenciales de 2024. La pregunta, incómoda pero necesaria, es: ¿para qué elegir un candidato que no podrá postularse ante el árbitro electoral?
Algunos sostienen que permitir su participación en las primarias es un acto de resistencia simbólica frente al autoritarismo. Incluso afirman que un amplio respaldo en las urnas podría forzar al régimen a levantar las inhabilitaciones. Pero esta visión desconoce la verdadera naturaleza del madurismo, o peor aún, encubre una estrategia de confrontación que podría llevar nuevamente a escenarios de polarización estéril y conflictividad política. Escuchar a una candidata afirmar que “desconoce al CNE”, que invoca a las Fuerzas Armadas, que habla de desobediencia civil y asegura que irá “hasta el final”, resulta inquietante. Ya lo advirtió Andrés Caleca, candidato independiente en las primarias: “Conmigo no cuenten para abandonar la ruta electoral”.
Las encuestas muestran con claridad que la intención de voto opositor supera ampliamente a la del chavismo. Una candidatura unitaria y viable podría desalojar al facho-chaveco-madurismo del poder, incluso sin condiciones óptimas. Pero para ello, es imprescindible que la oposición se recomponga con madurez, dejando atrás la arrogancia y la exclusión, priorizando el hecho electoral como instrumento fundamental para la resolución pacífica de los conflictos políticos.
Además, urge la construcción de un programa mínimo de consenso entre los candidatos, con propuestas sólidas y realistas, que conecten con las aspiraciones de la ciudadanía. Venezuela no necesita mesías, ni discursos maniqueos que simplifican la realidad en términos de “bien contra mal”. Tampoco requiere venganzas ni radicalismos que solo sirven para alimentar el autoritarismo en el poder. Necesitamos sensatez, unidad y compromiso democrático para recuperar la institucionalidad y reconstruir el país.
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