El teniente coronel Hugo Chávez llegó al poder en 1998 con un relato político sustentado en los pensamientos de Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora, y con una propuesta económica que reivindicaba un "capitalismo con rostro humano", cercano al modelo renano-social. Posteriormente, se identificó con la llamada “Tercera Vía” promovida por Tony Blair. En su mimetismo ideológico, se autodefinió como zapatista, villista, cristiano, martiano, peronista, torrijista, velasquista y fidelista. Sin embargo, para consolidar su proyecto autoritario, expropió semánticamente el término socialismo, al que rebautizó como “Socialismo del Siglo XXI” (25 de febrero de 2005), convirtiéndolo en una coartada ideológica para encubrir un régimen despótico
La narrativa del Socialismo del Siglo XXI —bonapartista y plebiscitaria— constituye una de las mayores falsificaciones políticas de nuestra época. Se trata de una construcción retórica y militarista orientada a legitimar el ejercicio más corrupto, represivo y autoritario del poder. En su deriva autoritaria, el chavismo asumió la doctrina del jurista Carl Schmitt, según la cual la política se define por la distinción entre amigo y enemigo, criminalizando la crítica y persiguiendo sistemáticamente a quienes se oponen al proyecto oficial.
Bajo el disfraz de un “antimperialismo militante”, este modelo ha promovido leyes profundamente antinacionales, como las que crearon las Zonas Económicas Especiales, la Ley Antibloqueo, las empresas mixtas o las concesiones en el Arco Minero del Orinoco. Estas iniciativas, lejos de fortalecer la soberanía, profundizan el proceso de neoliberalización y abren las puertas a la entrega de recursos a grandes conglomerados transnacionales. Detrás de la retórica antiimperialista, se esconde un pacto entre un Estado corrupto y un capital global voraz, representado por empresas como Chevron-Texaco, Conoco-Phillips, Anglo American Coal, Ruhrkohle e Inter American Coal.
El Socialismo del Siglo XXI ha reprimido brutalmente la lucha de los trabajadores, promoviendo una precarización laboral estructural: salarios miserables, empleos temporales, bonificaciones en lugar de sueldos fijos, eliminación de beneficios, y ausencia de estabilidad laboral. Ha modificado o eliminado leyes que protegían a la clase obrera, intervenido sindicatos y judicializado la protesta laboral (como en la Ley del Estatuto de la Función Pública, 13/11/2001). Cientos de trabajadores han sido víctimas de procesos judiciales amañados bajo órdenes de un sistema judicial subordinado al Ejecutivo. La reciente condena a 16 años de prisión contra seis dirigentes sindicales y comunitarios ilustra esta represión. Una paradoja inaceptable: se encarcela a trabajadores honestos mientras delincuentes de alto perfil como Tareck El Aissami continúan impunes y otros, como Alex Saab, son elevados a la categoría de “héroes nacionales”.
El modelo económico socialista bolivariano —basado en un estatismo ineficiente y clientelar— ha sumido a Venezuela en una de las crisis más profundas del mundo. Hoy, el país registra altísimos índices de recesión, inflación y desempleo. Más del 82 % de la población vive en pobreza extrema, y un tercio sufre de inseguridad alimentaria o malnutrición. La promesa igualitaria del chavismo ha derivado en niveles de desigualdad comparables a los de países como Namibia, Mozambique o Angola. Aunque las sanciones internacionales impuestas por EE.UU. y la UE han agravado el cuadro, es falso atribuirles el origen de la crisis: esta comenzó mucho antes, como resultado de políticas erradas, corrupción sistémica y autoritarismo económico.
En el plano internacional, el chavismo ha forjado alianzas con los regímenes más autoritarios del planeta: Rusia, China, Irán y Siria, entre otros. Además, promueve el discurso de la “multipolaridad” como alternativa al orden global liderado por Occidente. Sin embargo, esta multipolaridad no representa un modelo democratizador ni anticapitalista: es una narrativa impulsada por potencias autoritarias con economías capitalistas controladas por élites políticas. La multipolaridad no implica el fin del imperialismo, sino su reconfiguración en múltiples centros de poder que replican prácticas de dominación, explotación y represión, bajo nuevas formas de despotismo.
El llamado Socialismo del Siglo XXI no ha significado una ruptura con el capitalismo neoliberal ni una verdadera defensa de los sectores populares. Es un proyecto militarista, estatista, antiobrero y represivo que usa una retórica izquierdista como simulacro ideológico y mecanismo de supervivencia. Lejos de superar la pobreza, la exclusión y la marginación, las ha profundizado, convirtiéndolas en pilares estructurales de su dominación.
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