Entre el 29 y el 30 de julio, los sectores populares de Venezuela protagonizaron masivas movilizaciones en rechazo al fraude electoral y al irrespeto de la voluntad popular expresada el 28/7, perpetrados por Maduro y su cúpula militar.
El régimen quedó sorprendido por la magnitud, extensión territorial y perfil socioeconómico de las protestas. El aparato represivo de Maduro, torpe e inicialmente desbordado, se mostró incapaz de contener unas manifestaciones que brotaban con fuerza y espontaneidad en todo el país. La naturaleza inesperada de estas movilizaciones superó la capacidad de respuesta inmediata de las fuerzas represivas. Sin embargo, estas protestas no llegaron a convertirse en una verdadera insurrección popular que hubiese permitido hacer valer el resultado electoral del 28/7. A pesar de que existían condiciones objetivas (desempleo, inflación, hambre, corrupción, ausencia de libertades) y subjetivas (el fraude como detonante, la esperanza de cambio), la dirigencia opositora optó por redactar proclamas triunfalistas en lugar de asumir la conducción política del movimiento libertario en las calles. Así, se dilapidó una coyuntura histórica, se dejó pasar la oportunidad de materializar la voluntad popular, y se desvaneció la posibilidad de un nuevo despertar democrático.
La ausencia de dirección política y organizativa permitió al régimen aplastar brutalmente las protestas. La respuesta represiva se saldó con el asesinato de 28 jóvenes y la detención de más de 2.000 personas, incluyendo un elevado número de menores de edad, mujeres y líderes sociales. Calificados como “terroristas”, muchos de los detenidos han sido sometidos a torturas físicas y psicológicas, además de enfrentar juicios arbitrarios sin garantías. Maduro y sus militares impusieron un régimen de terror sistemático: un terrorismo de Estado que sembró miedo, dolor y muerte.
La esperanza de un cambio político, especialmente en los sectores populares, ha comenzado a diluirse. La represión, la intimidación y la violencia han erosionado el espíritu de resistencia de quienes, apenas días antes, habían depositado sus anhelos en una salida democrática el 28/7. Donde germinaba la esperanza, hoy domina el miedo.
Pretender convertir el 10 de enero de 2025 —fecha simbólica de la juramentación presidencial— en un punto de inflexión es un grave error. La hipótesis de que Edmundo González asumiría ese día la presidencia ha sido una de las más infundadas (TalCual, 31/10/2024); de hecho, es posible que nunca lo haga. Esta narrativa, alimentada por sectores fanatizados de la oposición y por opinadores que lucran con la explotación de la esperanza, ha terminado por favorecer a Maduro, entregándole una victoria política sin costo. Una vez más, se cultiva una falsa ilusión que solo genera frustración y desmovilización entre quienes aún anhelan un verdadero cambio.
Ha llegado el momento de diseñar una estrategia postelectoral realista y coherente, orientada a la construcción de un nuevo movimiento político: amplio, plural e inclusivo. Un movimiento alejado de los hiperliderazgos mesiánicos y capaz de representar la diversidad de voces que conforman la Venezuela democrática. Esta estrategia debe anclarse en la defensa irrestricta de la Constitución Nacional, en la lucha por los derechos sociales y en la liberación de los presos políticos, hoy criminalizados e invisibilizados tanto por el régimen como por una dirigencia opositora desconectada.
La tarea no será fácil, pero es el único camino posible para desmantelar el régimen de facto que representará Nicolás Maduro a partir del 10 de enero de 2025.